jueves, 26 de febrero de 2015

Aleppo

Al mismo tiempo en que mi familia paterna se refugiaba en Iskenderún, mis abuelos maternos abandonaban Aintab y marchaban a su propio exilio en Aleppo. La distancia que separa a ambas ciudades es de poco más de 100 kilómetros y puede recorrerse a pie en algunos días.
Mi abuelo Misak había nacido en 1894, mi abuela Gülenia en 1902. Cuando dejaron Aintab, Misak ya era un veterano de la Legión Oriental francesa que había decidido empezar, por fin, una vida más sosegada. Sé por lo que me contó mi madre que mis abuelos tuvieron una pequeña hija que falleció a poco de nacer, y mi madre –la segunda, convertida en la hija mayor- nació en Aleppo en noviembre de 1921.
La vida de los armenios kajtaghan –“refugiados”- no fue sencilla, pese a la permanente hospitalidad de los árabes para con ellos. 
Las muchas penurias soportadas por los kajtaghan durante esos primeros años en Aleppo solo podían ser mitigadas por la certeza de que habían llegado a una tierra cordial y a una situación completamente distinta a la que vivieron bajo el Imperio otomano. La causa de esa hospitalidad no les era desconocida: armenios y árabes, pese a sus diferencias de etnia, religión e idioma, compartían una inveterada repulsión hacia los permanentes abusos vividos bajo la dominación política turca.
En 1922 el imperio otomano se disolvió y los territorios de Siria y el Líbano pasaron a formar parte de la administración colonial francesa y los armenios de Ghilighiá se trasladaron en masa hacia esos territorios.
Mi familia materna llegó a Aleppo junto con otros armenios, y se establecieron en el barrio Davudiyë. Allí construyeron en pocos años una casa de piedra (karedún), utilizando las rocas provenientes de una demolición hecha recientemente para abrir nuevos caminos. El barrio, situado en la periferia de Aleppo, fue el asentamiento tradicional de la primera ola de exiliados armenios.
Mari Nalbandian, mi madre, fue como dije la mayor de seis hermanos. Cinco mujeres –mi madre y mis tías Zaruhí, Angelle, Sirarpí,y Hamesduhí, fallecida a muy corta edad a causa de la disentería- y el único varón, Badrig, que era el menor de todos.

La familia Nalbandian - Sanossian en Aleppo, circa 1946. 
En el centro de la imagen, mi abuela Gülenia Sanossian, Badrig Nalbandian y mi abuelo Misak Nalbandian. 
En la fila posterior, de izquierda a derecha, Sirarpí, mi madre Mari, Zaruhí y Angelle Nalbandian

Creo haberles comentado que la familia de mi abuela materna, los Sanossian, eran gente de una posición relativamente acomodada. Pero en la casa de mis abuelos vivían más que al día. Pensemos por un instante lo difícil que es arrancar una vida “desde cero”, en otro país y con una prole tan numerosa. La preocupación de mi abuela era alimentar, vestir y educar a sus hijos del mejor modo posible. 
Mi abuelo Misak había puesto un parador en las afueras de la ciudad, en el paso obligado de las caravanas, y luego de los camiones. Allí los viajantes y los chóferes se detenían a comer y beber algo antes de continuar sus viajes. Mi abuelo vivía allí mismo, en el parador, de modo que su presencia en la casa del barrio Davudiyë era esporádica. Mi abuela, y luego mi madre que era la hermana mayor, eran las personas que sostenían la vida cotidiana en ese hogar con demasiados niños.


Familia nalbandian, en la casa de Davudiyë, circa 1955-1960. Mis tíos Badrig, Sirapí, Zaruhí y Angelle rodean a mi abuela Gülenia. La niña no es parte de mi familia, posiblemente una vecina.

Hay mucho para contar sobre cada una de estas vidas, pero serán tema de otros relatos.

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