Luego
del armisticio que puso fin al sitio de Aintab, la ciudad fue entregada por los
franceses a las tropas kemalistas y los armenios que habían logrado sobrevivir abandonaron
la ciudad para siempre. Algunos, como mis abuelos maternos, fueron a Aleppo. Otros
a Beirut o a distintas ciudades de Europa.
Mi
abuela Yeprouhí y sus dos pequeños hijos marcharon hacia Iskenderún (Alexandreta),
sobre las costas del mar Mediterráneo, ocupada aún por el ejército francés.
En
armenio, la palabra Aksor significa “exilio”
y tiene una entonación muy dura. Pero más dura que su entonación es su
significado. Y sus consecuencias. El aksor
se impregna en la vida de los exiliados, en sus miradas. Ya nada vuelve a ser
igual después del aksor.
Aksor es un punto de no llegada.
Mi padre decía tebí aksor katsink, “fuimos
hacia el exilio”, que en el fondo significa ir hacia ninguna parte. Hacia ninguna
parte y durante un tiempo incierto, que termina siendo infinito.
La familia Achdjian, circa 1922, Iskenderún
Conservo
una foto de esos lejanos días de 1921 o 1922. Es una foto de estudio, las
únicas que podían obtenerse en aquella época.
En
ella vemos a mi abuela Yeprouhí, severa, triste, pero a la vez, indoblegable.
Parece una anciana carcomida por el paso de los siglos, pero no: es una mujer
de apenas cuarenta años, viuda, rodeada por sus dos pequeños hijos. Su ropa -oscura
y severa como su gesto- nos indica el luto que lleva, y que llevará hasta el
final de sus días. En el dedo anular de su mano izquierda lleva, pese a la
viudez que carga, su alianza de matrimonio que yo sigo conservando.
Digamos,
de paso, que mi abuelo Manasseh fue obligado a servir en el ejército turco
durante la guerra en Oriente, y nunca regresó del frente de batalla. Los
reclutas armenios, como mi abuelo, marcharon a la guerra sin armas: las
autoridades del imperio otomano consideraban demasiado peligroso que los ermení Giavourler (los infieles armenios) portaran fusiles. Fueron
obligados a realizar tareas inhumanas, y cuando la guerra concluyó –así me lo
han contado- fueron pasados por las armas para impedir que siguieran con vida.
La limpieza étnica también llegó al interior de las filas del ejército
turco.
Pero
volvamos a la foto, que es lo que me interesa destacar: Artín, mi padre, el de
izquierda, tendría en aquel momento no más de once años; doce a lo sumo.
Puzant, el menor, unos siete u ocho.
Observémoslos
con atención: son demasiado pequeños aún para poder entender el preciso
significado de la palabra Aksor. Sus
ropas están desgajadas y sus botines gastados. La escenografía es paupérrima,
como todos ellos: apenas un telón tiznado de manchas y arrugas y una silla
descangayada donde descansa (¿descansa?) la pequeña figura de mi abuela.
Años
más tarde recordé esta foto cuando vi por primera vez el cuadro de Arshile
Gorky: “el artista y su madre”. Son los mismos gestos, las mismas manos
difusas, la misma postura. El aksor -me
dije entonces, y hoy vuelvo a confirmarlo- se impregna en el carácter de todos
aquellos que lo han padecido: ya nunca más reirán como solían hacerlo. Saben
que ya nunca vivirán y morirán bajo su cielo. Ya nunca más podrán imaginar sus
vidas como gustaban de hacerlo.
"El artista y su madre", Arshile Gorky
La
estadía de mi familia paterna en Iskenderún fue breve. Mi padre, ya viejo, me
contó que fue allí, en esa ciudad fundada por Alejandro Magno sobre las costas
del mar Mediterráneo, cuando una anciana de origen kurdo le leyó el destino en
un cuenco de agua. Esa mujer le reveló que su destino era cruzar un mar muy
corto, pero que luego cruzaría un mar inmenso hasta llegar a una ciudad donde
viviría, aunque no para siempre. De esta otra ciudad se marcharía nuevamente, y
cruzaría otro mar muy corto hasta llegar a ese otro cielo del cual ya no habría
de volver jamás.
A
poco de morir, mi padre volvió a recordarme esta historia y de la veracidad de
aquel destino que la anciana kurda leyó en los reflejos del agua en el interior
de un cuenco: Artín Achdjian cruzó un mar corto, el Mediterráneo, hasta llegar
a Beirut; de allí el gran mar –el Mediterráneo empalmado con el océano Atlántico-
hasta Montevideo. Tras dieciocho años de estadía en el Uruguay, cruzó otro
pequeño mar –el Río de la Plata- para afincarse en Buenos Aires. Nunca más
regresó.
A
poco de morir, cuando tenía ya más de 80 años, solía repetir esa palabra que sigue
resonando en mí cabeza, como un mantra: kismet,
el destino.
Todo esto fue mucho después, y aún hay mucho para
contar. Por ahora quedémonos en Iskenderún. Y de allí, en breve, a Beirut.
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