En
el invierno de 1926, Artín Achdjian, mi padre, de tan solo 16 años llegaba al
Uruguay. Muchos armenios, como él, habían llegado a esa ciudad de la América
austral, donde la gente, el idioma y las costumbres eran muy diferentes a las
de Aintab. Pero a todos los unía una misma condición: eran kajtagán, exiliados. Muchos llegaban con pasaportes franceses,
otros estadounidenses –gestionados por los misioneros de Anatolia- o
británicos.
“Odar
Yerguír” significa “tierra extraña”. Allí llegó Artín, casi con lo puesto, sin
saber el idioma y sin nadie que le resultara familiar.
Pero
ya en esos años, algunos armenios que se habían radicado en Montevideo un par
de años antes habían organizado una especie de comisión que tenía a su cargo
conseguirles a sus paisanos recién llegados comida, algún techo y en el mejor de los casos, algún trabajo.
Entre ellos, Yervant Caramian de quien hablaré más adelante.
El
primer trabajo de Artín fue juntar papel y cartón y venderlo. Era lógico: para
eso no se requería saber idioma; apenas saber sumar y restar y conocer el valor
del dinero uruguayo.
Más
tarde logró un modesto empleo en el frigorífico Swift, propiedad de capitales
ingleses, que más tarde cambió de nombre por el de “Artigas”.
En
Uruguay dio con un tío segundo de él, primo hermano de mi abuela Yepruhí,
llamado Galvín Melkesetian, al que (mal) llamaban “Carlos” cuando la traducción
correcta de su nombre era Calvino. Provenía de una familia pogokaghán (protestante), de Aintab y era también el tío de mi tía
Annaly, de quien les contaré más adelante.
Al
tío Galvín llegué a conocerlo en su vejez, y era una persona que siempre me
pareció fantástica. Bohemio, inventor, fotógrafo y mago profesional, sin
trabajo estable y sin dinero: así era mi tío Galvín. Mi padre me comentó que
fue el quien inventó esa máquina que transforma el azúcar en copos de algodón, y
que durante un tiempo se ganó la vida con eso. Al parecer nunca patentó el
invento, y más tarde vendió el artefacto.
Cuando
yo lo conocí, Galvín ya era una persona muy mayor y que vivía en Olivos con una
señora llamada Elena que le alquilaba una pieza en el fondo de su casa. Estaba
afectado de cataratas y el médico le había prohibido fumar. Sin embargo, él me
tomaba de la mano y me pedía que fuéramos a dar unas vueltas manzana. Ya
alejado de la mirada vigilante de Elena, extraía de su bolsillo una pequeña
pipa de bronce fabricada por él y una bolsita de tabaco. La vuelta manzana era
la excusa que buscaba mi tío para darle unas pitadas a su pipa. Pero todo esto
que les cuento es muy posterior. Volvamos a Montevideo.
Allí
mi papá encontró a Galvín, y en los primeros años trabajaron juntos en algún
que otro empleo. Conservo una foto, donde se los ve –jóvenes ambos- junto con
una persona mayor que ellos. Mi padre me contó que era el capataz del frigorífico
de los ingleses, donde trabajaban. Hermosa foto, algo deteriorada. Pero su
encanto radica en la juventud de ellos, la de mi padre y mi tío. Poco a poco,
esa mirada triste que traía consigo Artín se diluía para dar paso a otra
mirada, un poco más alegre, si que quiere esperanzada.
De izquieda a derecha, de pie: Artín Achdjian y Galvín Melkesetian, en Montevideo. Circa 1930. Se desconoce la identidad de la persona sentada.
Regreso,
ahora con Yervant Caramian. Lo conocí cuando yo tenía 18 o 19 años. En aquel
momento editábamos con mis amigos una revista de cultura armenia que se llamaba
“Humus” y organizamos una reunión que se hizo en mi casa. El propósito del
encuentro era presentarle el proyecto al Señor Caramian, quien para entonces
era un anciano de sólida fortuna y de reconocida vocación filantrópica, y tratar
de obtener de él alguna colaboración financiera.
Es
mi casa esa noche éramos diez jóvenes reunidos con él. Me llamó mucho la
atención que mi padre estuviera especialmente atento toda la noche a que en la
mesa no faltara nada. Servía café, traía algún platillo, en fin: se esmeraba como
anfitrión.
A
la hora de la despedida, mi padre se acercó a él y rompió el silencio con aquel
anciano. Se presentó y le dijo al señor Caramian que le agradecía muy mucho lo
que había hecho por él alguna vez.
Caramian
no entendía lo que le quería decir mi padre. Entonces, Artín Achdjian le contó
que, al llegar al Uruguay, logró alquilar una pieza donde vivir gracias a que
Yervant Caramian le salió de garante, como hizo con muchos armenios en
Montevideo, sin conocerlos.
Mi
recuerdo, y el de mis amigos presentes esa noche, es el de un emotivo abrazo
que se dieron esos dos ancianos esa noche. Uno con más de setenta, el otro con
más de ochenta años recordaban un suceso ocurrido sesenta años atrás.
En la brevedad de esa noche, Artín Achdjian y Yervant
Caramian volvieron por fugaz segundo, a ser jóvenes otra vez.
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