martes, 24 de marzo de 2015

Odar Ierguír

En el invierno de 1926, Artín Achdjian, mi padre, de tan solo 16 años llegaba al Uruguay. Muchos armenios, como él, habían llegado a esa ciudad de la América austral, donde la gente, el idioma y las costumbres eran muy diferentes a las de Aintab. Pero a todos los unía una misma condición: eran kajtagán, exiliados. Muchos llegaban con pasaportes franceses, otros estadounidenses –gestionados por los misioneros de Anatolia- o británicos.
“Odar Yerguír” significa “tierra extraña”. Allí llegó Artín, casi con lo puesto, sin saber el idioma y sin nadie que le resultara familiar.
Pero ya en esos años, algunos armenios que se habían radicado en Montevideo un par de años antes habían organizado una especie de comisión que tenía a su cargo conseguirles a sus paisanos recién llegados comida, algún techo y en el mejor de los casos, algún trabajo. Entre ellos, Yervant Caramian de quien hablaré más adelante.
El primer trabajo de Artín fue juntar papel y cartón y venderlo. Era lógico: para eso no se requería saber idioma; apenas saber sumar y restar y conocer el valor del dinero uruguayo.
Más tarde logró un modesto empleo en el frigorífico Swift, propiedad de capitales ingleses, que más tarde cambió de nombre por el de “Artigas”.
En Uruguay dio con un tío segundo de él, primo hermano de mi abuela Yepruhí, llamado Galvín Melkesetian, al que (mal) llamaban “Carlos” cuando la traducción correcta de su nombre era Calvino. Provenía de una familia pogokaghán (protestante), de Aintab y era también el tío de mi tía Annaly, de quien les contaré más adelante.
Al tío Galvín llegué a conocerlo en su vejez, y era una persona que siempre me pareció fantástica. Bohemio, inventor, fotógrafo y mago profesional, sin trabajo estable y sin dinero: así era mi tío Galvín. Mi padre me comentó que fue el quien inventó esa máquina que transforma el azúcar en copos de algodón, y que durante un tiempo se ganó la vida con eso. Al parecer nunca patentó el invento, y más tarde vendió el artefacto.
Cuando yo lo conocí, Galvín ya era una persona muy mayor y que vivía en Olivos con una señora llamada Elena que le alquilaba una pieza en el fondo de su casa. Estaba afectado de cataratas y el médico le había prohibido fumar. Sin embargo, él me tomaba de la mano y me pedía que fuéramos a dar unas vueltas manzana. Ya alejado de la mirada vigilante de Elena, extraía de su bolsillo una pequeña pipa de bronce fabricada por él y una bolsita de tabaco. La vuelta manzana era la excusa que buscaba mi tío para darle unas pitadas a su pipa. Pero todo esto que les cuento es muy posterior. Volvamos a Montevideo.
Allí mi papá encontró a Galvín, y en los primeros años trabajaron juntos en algún que otro empleo. Conservo una foto, donde se los ve –jóvenes ambos- junto con una persona mayor que ellos. Mi padre me contó que era el capataz del frigorífico de los ingleses, donde trabajaban. Hermosa foto, algo deteriorada. Pero su encanto radica en la juventud de ellos, la de mi padre y mi tío. Poco a poco, esa mirada triste que traía consigo Artín se diluía para dar paso a otra mirada, un poco más alegre, si que quiere esperanzada.


De izquieda a derecha, de pie: Artín Achdjian y Galvín Melkesetian, en Montevideo. Circa 1930. Se desconoce la identidad de la persona sentada.

Regreso, ahora con Yervant Caramian. Lo conocí cuando yo tenía 18 o 19 años. En aquel momento editábamos con mis amigos una revista de cultura armenia que se llamaba “Humus” y organizamos una reunión que se hizo en mi casa. El propósito del encuentro era presentarle el proyecto al Señor Caramian, quien para entonces era un anciano de sólida fortuna y de reconocida vocación filantrópica, y tratar de obtener de él alguna colaboración financiera.
Es mi casa esa noche éramos diez jóvenes reunidos con él. Me llamó mucho la atención que mi padre estuviera especialmente atento toda la noche a que en la mesa no faltara nada. Servía café, traía algún platillo, en fin: se esmeraba como anfitrión.
A la hora de la despedida, mi padre se acercó a él y rompió el silencio con aquel anciano. Se presentó y le dijo al señor Caramian que le agradecía muy mucho lo que había hecho por él alguna vez.
Caramian no entendía lo que le quería decir mi padre. Entonces, Artín Achdjian le contó que, al llegar al Uruguay, logró alquilar una pieza donde vivir gracias a que Yervant Caramian le salió de garante, como hizo con muchos armenios en Montevideo, sin conocerlos.
Mi recuerdo, y el de mis amigos presentes esa noche, es el de un emotivo abrazo que se dieron esos dos ancianos esa noche. Uno con más de setenta, el otro con más de ochenta años recordaban un suceso ocurrido sesenta años atrás.
En la brevedad de esa noche, Artín Achdjian y Yervant Caramian volvieron por fugaz segundo, a ser jóvenes otra vez.

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